Pierre Edmond Alexandre Hédouin Les glaneuses à Chambaudoin (Loiret), 1857 Óleo sobre tela 152 x 260 cm Musée d´Orsay |
Primer ejemplo
El año 2002 se celebró la tercera convocatoria de Arte / Cidade(1), un proyecto de intervenciones urbanas que, bajo la curaduría de Nelson Brissac Peixoto, reunía en São Paulo a artistas y arquitectos de todo el mundo.
Dedicada
a Zona Leste —una enorme área urbana con altos índices de pobreza y
delincuencia situada en la ribera este del río Tamanduateí—, aquella edición
compiló veinticinco trabajos que investigaban la memoria, el presente y el
futuro de esta zona de la ciudad, explorando de manera propositiva cuáles
podían ser las estrategias para una mejor comprensión de las tensiones
metropolitanas que la asolaban.
Entre
los artistas que participaron cabe destacar a verdaderos «clásicos» en el tema
del conflicto urbano, como Muntadas, Krzysztof Wodiczko, Vito Acconci y Dias
& Riedweg, además de muchos otros. De parte de los arquitectos fueron
invitados algunos de los colectivos más activos del momento, por ejemplo, Schie
2.0 y Urban Fabric, Atelier Van Lieshout y el Grupo Casa Blindada. No obstante,
la propuesta que alcanzó mayor resonancia pública fue la realizada por Rem Koolhaas
sobre el edificio de São Vito, un rascacielos de más de 100 metros de alto y
624 apartamentos, construido en 1959 por Aron Kogan.
Popularmente
llamado «Treme-Treme» —«tiembla-tiembla»—, São Vito inició a finales de los
ochenta un lento proceso de degradación que culminaría casi veinte años
después, cuando las condiciones de mantenimiento mínimas desaparecieron y,
sobre todo, en el momento en que una parte importante de sus viviendas fueron
ocupadas por el negocio ilegal de las drogas y la prostitución.
Tras
analizar las condiciones de vida de sus inquilinos, así como las
características morfológicas del edificio, Koolhaas planteó un proyecto que
trataba de favorecer los vínculos vecinales y, a la vez, impulsar la
reinserción de São Vito en su entorno urbano inmediato. Para ello, propuso
construir un moderno ascensor —el cual se relacionaba con los tres originales
existentes anteriormente— que dinamizaría el rascacielos desde lo privado a lo
público, desde abajo hasta arriba y desde dentro hacia fuera(2).
No
obstante, los habitantes paralizaron la intervención del arquitecto holandés
esgrimiendo su derecho a permanecer invisibles e incomunicados, lo que sin duda
preservaba un grado de invulnerabilidad que en otro caso hubiese sido
difícilmente sostenible.
Finalmente,
en el año 2004 el ayuntamiento de Sâo Paulo decide expropiar esta «favela
vertical» y, a pesar de la fuerte oposición ciudadana, São Vito es demolido de
forma definitiva en 2011.
¿Qué
conclusiones podemos extraer de este caso de estudio?
En su
libro Culturas híbridas(3) Néstor García Canclini
señala una cuestión importante de recordar aquí: toda hibridación es un proceso
complejo y lleno de sobresaltos, que elude lo homogéneo y que en absoluto puede
entenderse como definitivo. Por otra parte, dentro de la misma fragilidad de lo
híbrido se manifiesta otra de sus principales condiciones, esto es, la
hibridación no registra los lugares en los que una cultura, una lengua o una
serie de manifestaciones colectivas se entremezclan, sino los sitios donde esas
mismas culturas, lenguas o expresiones comunitarias se resisten a ser
hibridadas y bloquean todo contacto con el exterior.
De
alguna manera, esta mirada a lo que hay detrás de los mecanismos de
hibridación, es decir, a los conflictos de lo híbrido en lugar de a sus éxitos,
a los procesos interrumpidos en vez de a sus propias soluciones, permite
comprender mejor el ejemplo de Rem Koolhass en São Vito, donde efectivamente el
arquitecto proponía una interfaz que favoreciese la mescolanza, dibujando
hipotéticas transferencias entre lo personal y lo colectivo. Sin embargo, ante
esta «invitación» a hibridarse, los vecinos del rascacielos respondieron con
una beligerante negativa, algo que no cabe entender, sólo, como un rechazo a la
posible impostura de Koolhaas, sino como un documento drástico de las tesis de
Canclini, según las cuales la historia de la hibridación es, sobre todo, la
memoria acerca de aquello que lucha por quedarse dentro de su propia autarquía.
Este
caso de Koolhaas para Arte / Cidade 2002 no parece tan elocuente para
atestiguar que la realidad supera cualquier intento de administrarla. Al
contrario, cabe pensar que el proyecto del ascensor para São Vito manifiesta un
tema de mayor calado, que podría formularse desde la siguiente pregunta: ¿cómo
se trabaja con la hostilidad inesperada, con la intransigencia de un campo de
estudio que desestima toda tentativa a ser analizado?
Quizás
la principal dificultad que hallamos al adentrarnos en dicha problematización
no es tanto comprender el alcance de esta o encontrar un lugar desde el cual
abordarla, sino de qué modo nos inmiscuimos dentro de esa misma tesitura
problemática, bajo qué maneras desdibujamos los afueras y los adentros del
antagonismo. Porque, en efecto, no existen dos esferas políticas separadas, una
la del análisis y otra la de las fricciones, de ahí que cualquier tensión desde
la que se expresa lo hostil sea el mismo argumento, el tema y el paisaje de
todo proyecto crítico, y no tanto un episodio conclusivo.
Resignificar
el desacuerdo, resituar la disconformidad y, finalmente, reencauzar aquello que
se rebela contra lo consensual es una tentación bastante común frente a las
disensiones. En este sentido, si hay algo que une a los anteriores mecanismos
es su preferencia a manejarse entre imágenes estáticas del conflicto, postales
que no sólo favorecen el exotismo cultural, sino también cierta idea higiénica,
vagamente humanista, acerca de qué significa toda intervención dentro de las
fricciones colectivas.
Por
otra parte, volviendo al ejemplo de São Vito, conviene recordar que acaso uno
de los principales «malentendidos» que afectaron a la propuesta presentada fue
desatender el carácter ficticio de cualquier injerencia en el espacio
vital de la ciudad. Así, seguramente Koolhaas superó el problema etnográfico de
una excesiva identificación, pero sin duda incurrió en un error «tecnológico»
de verosimilitud, ofreciendo una maquinaria hostil y alienante, demasiado
productiva, para quienes debían utilizarla.
Por
ello, digamos que la ficción del proyecto poseía un ritmo diferente a la de los
vecinos de São Vito, y que, en esa misma falta de sincronía, en esa deficiencia
de compás, también se descompensaron los intereses de cada uno. A dicho gap
de continuidad lógica se le llama, en el ámbito cinematográfico, un fallo de raccord,
y bien podríamos plantear que cierta parte significativa de las actuaciones de
«salvamiento» ejecutadas sobre el entorno público y en el patrimonio simbólico
colectivo adolecen de este mismo error, es decir, constituyen fallos de raccord
urbanos.
Segundo
ejemplo
El
rascacielos residencial Ponte City, situado en el barrio de Hillbrow de
Johannesburgo, es una torre cilíndrica de 173 metros de altura y 54 pisos
construida por Mannie Feldman, Manfred Hermer y Rodney Grosskopf en 1975.
Posteriormente a su alzamiento, vivió un proceso de degradación similar al de São
Vito, que culminaría tras el fin del apartheid a mediados de los
noventa, cuando se instalaron en su interior una gran cantidad de bandas que lo
convirtieron en un icono asociado al deterioro urbanístico y a la delincuencia.
En
2007 David Selvan y Nour Addine Ayyoub, desarrolladores de la Ayyoub Company,
compraron el edificio y promovieron una ostentosa campaña mediática de
inversión en lo que denominaron «New Ponte». Su objetivo era dirigirse a una
nueva clase media ascendente —profesionales jóvenes de raza negra y gente de
negocios de todo el continente africano— fascinada con el estilo de vida típico
de Manhattan. Selvan y Ayyoub, brokers muy populares en Johannesburgo,
incluso intervinieron en el nuevo proyecto arquitectónico, rediseñando
temáticamente algunas plantas a partir de conceptos delirantes, como «Future
Slick», «Old Money» y «Glam Rock», entre otros.
En
2008, con la caída de Lehmann Brothers y la consecuente crisis económica
mundial, la Ayyoub Company entró en quiebra, por lo que abandonó la propuesta
de rehabilitación, dejando como rastro una nueva capa de ruinas, aún visible en
los numerosos letreros y gráficos que anuncian «New Ponte», los cuales
configuran, de paso, una metáfora perfecta sobre las ambiciones y desastres del
sistema financiero contemporáneo.
Cabe
señalar, sin embargo, que a diferencia del edificio de São Vito, Ponte City ha
conservado más o menos intacta su indudable fotogenia, personificada por el
gigantesco anuncio circular que envuelve las últimas plantas, propiedad de la
compañía de telefonía móvil Vodacom, líder en Sudáfrica. Prueba de ello es que
el conocido director de cine Danny Boyle anunciase, en 2007, la realización de
un thriller dentro del famoso rascacielos circular. Por otra parte, las
secuencias finales de la película de ciencia ficción District 9, dirigida por
Neill Blomkamp y producida por Peter Jackson, que se estrenó un año antes de la
FIFA World Cup de 2010, transcurren en el impresionante interior hueco de Ponte
City, que ni siquiera tuvo que retocarse digitalmente para dar el aspecto de
ruina gótico-futurista. Por último, el fotógrafo sudafricano Mikhael Subotzky,
ayudado por el artista británico Patrick Waterhouse, ganó el premio Discovery
del festival de fotografía Rencontres d’Arles 2011 con un proyecto titulado Ponte
City, donde presentaba una instalación de cajas de luz que incluía
infinidad de imágenes del edificio y de sus habitantes, mostradas a modo de
mosaico objetual(4).
Observando
las fotografías hechas por Subotzky, que recuerdan a los grandes panópticos de
Andreas Gursky —solo que aquí los individuos son retratados aisladamente, junto
a colecciones de ventanas, puertas, rejas o televisores—, uno tiene la
impresión de haber sido abducido por un zapping interminable.
Y es
que todas las imágenes poseen un dramatismo sofisticado y técnico que las hace
casi irreales. En el texto que acompaña al proyecto, el fotógrafo insiste sobre
los sueños de los habitantes de Ponte City, acerca de una especie de melancolía
romántica que se ha apoderado del lugar. No obstante, también Subotzky se ve
afectado por una suerte de consternación impostada, y a través de sus palabras
se filtra cierta compasividad vagamente paternalista, eso que Susan Sontag
definió como la atracción por el dolor de los otros.
Pero no
resulta importante enjuiciar las intenciones morales de este archivo sobre la
ruina, la miseria y los efectos del capitalismo económico, pues más paradójico
es el simple montaje desde el que fue realizado.
Conviene
aludir aquí —otra vez, cómo no— a Walter Benjamin y a su idea según la cual una
fotografía es, fundamentalmente, aquello que sucede fuera del enfoque y que,
por tanto, para contar la historia de las imágenes hay que acceder al
inconsciente de la vista, algo que no se puede lograr mediante el relato o la
crónica, sino por medio del montaje interpretativo.
En
esta misma dirección, refiriéndose a los célebres cuatro negativos de
Auschwitz, Georges Didi-Huberman ha dicho que son imágenes pese a todo(5), o
sea, fotografías a las que no se les pueden eliminar sus condiciones técnicas
particulares o sus vicisitudes formalistas sin manipularlas hacia algún
horizonte ideológico inesperado.
De
este modo, Didi-Huberman parece reivindicar justo lo opuesto a las instantáneas
de Ponte City: una restitución del valor testimonial de la fotografía a partir
de su involuntaria retórica formal. Por el contrario, los abigarrados montajes
de Subotzky utilizan esa misma intencionalidad tecnológica no sólo por cuestiones
efectistas, sino de alguna manera para adentrarse, como a través de un túnel
protegido, por el interior de la existencia de estas personas, esquivando las
problemáticas que parecen estar encarnando ellas, igual que ese hueco vacío y
cilíndrico que atraviesa Ponte City y sin embargo —y pese a todo— no
logra concretarlo, no consigue representarlo por completo.
La
tendencia a esencializar los conflictos sociales, transformándolos en eslóganes
misericordiosos, ha generado un buen número de iconografías y de discursos
extáticos que observan el antagonismo desde la veneración o desde la
iconoclastia. Así, algunos artistas, por ejemplo Subotzky, se nos presentan
como espectadores cautivos y sin emancipación, como visitantes beatos de sus
propias prácticas instructivas.
Según
señala Jacques Rancière, podría argumentarse que a pesar de las evidentes
diferencias, los proyectos de São Vito y de Ponte City reproducen un equívoco
malogradamente habitual en numerosas intervenciones que poseen una dimensión
política, esto es, la sospecha de que el arte o la arquitectura pueden salir de
sus perímetros disciplinarios, frecuentar el conflicto, mezclarse con él y
después regresar al gueto donde residen habitualmente para, desde ahí, observar
las consecuencias y los efectos de su interacción.
Porque, como proclamaba la
popular consigna sesentayochista, «Tout est politique», o dicho de otra manera,
lo político no puede visitarse transitoriamente sino que, de forma inevitable,
se vive dentro.
Tercer
ejemplo
Precisamente
este posicionamiento, narrado por la poetisa polaca Wisława Szymborska en uno
de sus textos más excepcionales, Hijos de la época, donde se lee: «Somos
hijos de nuestra época, / y nuestra época es política. / Todos tus, mis,
nuestros, vuestros / problemas diurnos, y los nocturnos, /son problemas
políticos», lo recuerdan Ángela Bonadies y Juan José Olavarría en una
entrevista a propósito de su proyecto La Torre de David, el trabajo que
tomaremos como tercer y último ejemplo sobre las cuestiones señaladas(6).
Así,
basta acercarse a la amplia actividad que desarrolló esta propuesta, que
aglutina textos, exposiciones, dibujos, piezas escultóricas, talleres, líneas
de investigación, etc., para comprobar hasta qué punto La Torre de David
se sitúa en las antípodas de un tipo de intervención postmoderna como las de
São Vito y Ponte City, a pesar de enfrentarse a problemáticas urbanas parecidas
e, incluso, a edificios con unas connotaciones y una fisonomía similares.
De
entrada, podríamos decir que el trabajo de Bonadies y Olavarría no rechaza en
sus despliegues eso que Víktor Shklovski llamaba el «extrañamiento», es decir,
una inclinación a desactivar aquellos automatismos ideológicos y
representativos que, de forma invariable, conducen hacia los estereotipos. De
ahí que los artistas venezolanos operen dentro de «un relato que vulnera los
límites entre ficción y realidad y entre significados tan básicos como amparo-desamparo,
seguridad-inseguridad, pared-cortina, ventana-vacío», según ellos mismos
advierten, lo que supone trabajar en el interior de un territorio con
perímetros fluctuantes, que rechaza ser abordado desde alguna supuesta
ejemplaridad.
En
este sentido, La Torre de David atestigua que existe un camino
intermedio entre la intervención paternalista y el exotismo con el que a veces
se contemplan las problemáticas colectivas, entre el rescate heroico de cierta
autenticidad a punto de perderse y los diversos safaris frívolamente
antropológicos.
Porque
en la aproximación de Bonadies y Olavarría a las condiciones de vida de la
Torre, a las estructuras de poder y a la propia morfología vertical del
edificio no cabe ver, en modo alguno, la búsqueda de un sitio estratégico desde
el que explotar visualmente el rascacielos, sino un ejercicio de compilación
acerca de todas las densidades políticas, de todos los elementos pesados que en
él se dan cita. Precisamente a esto nos referíamos al aludir a la extrañeza, a
ese distanciamiento brechtiano que La Torre de David parece revisitar
como si fuese una metodología de trabajo, una forma no tanto cautelar, sino
reflexiva de recolectar indicios, informaciones, testimonios y desacuerdos
para, desde ellos, atravesar las contingencias más simplistas y llegar hasta la
raíz de la presente situación.
Dicen
los artistas que «la Torre es un perfecto icono de los últimos treinta años de
Venezuela: desde la promesa modernizadora desde el capital, a la promesa
revolucionaria desde el Estado», y es señalizando esa resistencia del propio
edificio para ser, sólo, patrimonio de unos u otros, es en esa propensión a
reclamarlo como éxito o como fracaso, donde Bonadies y Olavarría soslayan un conjunto
de fisuras, una colección de entretantos que invitan a traducir, mediante los
dispositivos del arte, cuáles son las vicisitudes presentes del edificio de
David Brillenbourg, ocupado hasta el año 2014 por la cooperativa Casiques de
Venezuela, además de recordarnos cómo las prácticas antagonistas y comunitarias
pueden argumentar puntos de fricción, horizontes propositivos que también
acojan las más infranqueables paradojas.
Una de
las principales tareas del arte es promover nuevos regímenes para lo pensable,
nuevas formas de imaginación política que destruyan los acuerdos totalitarios,
que permitan otorgarle un espacio expresivo y de desarrollo a las complejidades
de la vida y de lo real. Pero, ¿cuáles son las herramientas que pueden sostener
los artistas para que estas tensiones no permanezcan en el vago territorio de
la representación crítica?
Maurice
Blanchot escribió que una comunidad solo puede sobrevivir y creerse a sí misma
cuando administra los lenguajes que la nombran, cuando se hace inconfesable(7). Por
el contrario, Jean Luc Nancy dijo que es en la ausencia de un patrimonio, en la
desobra(8),
donde las comunidades se fortalecen, pues no tienen nada que venerar o proteger
más allá de sus propios vínculos, de su propio estar-en común. No obstante,
acaso ambos filósofos únicamente trataban de otorgarle un nombre adecuado a
todo aquello que se escapa cuando estamos juntos dentro de una misma violencia,
cuando residimos en mitad de la tensión.
La
Torre de David es un proyecto que nos invita a pensar hasta
dónde el arte debe ocuparse de escuchar las ficciones que nos narra el mundo
conflictiva, incontrolada y caóticamente, deslizando la idea de que tal vez las
prácticas artísticas necesitan perder la distancia preventiva o elegante, dar
un paso al frente para «responder» a las exigencias de estos relatos en los que
se nos arrojan imágenes distorsionadas, palabras contradictorias. Sin esta
voluntad de réplica el antagonismo deriva en una especie de surfeo por los
atolladeros de los demás, una manera rápida de segregar a estos hacia los
numerosos arrabales de la moralidad, con el fin de contemplar cómo se
desenvuelven allí, aceptando que nunca perseguirán su rebeldía y, sobre todo,
que jamás vendrán a pedirnos contestaciones, responsabilidades.
No
obstante, como persistentemente han enunciado Bonadies y Olavarría, el
principal peligro de ese falso agenciamiento respecto a la disputa es cierta
pleitesía deformadora y su consecuente populismo, lo que el geógrafo Francesc
Muñoz ha denominado «urbanalización», un término que alude a cómo las
representaciones heroicas y efectistas de algunos artistas refuerzan que la
ciudad acabe convertida en decorado acrítico y pomposo, en el atrezzo preferido
por políticos y urbanistas sin demasiados escrúpulos. Finalmente, es necesario
recordar, a propósito de La Torre de David, la película de AgnèsVarda
titulada Les glaneurs et la glaneuse, donde la cineasta traza una
historia ideológica e íntima en torno a la salvaje economía capitalista de la
abundancia y las precariedades, adentrándose para ello en las vidas de una
serie de individuos que espigan los alimentos que otros desechan.
El
film termina de manera muy poética, cuando Varda consigue sacar de los sótanos
del pequeño museo municipal Paul-Dini, en Villefranche-sur-Sâone, un cuadro del
pintor Edmond Hédouin que lleva por nombre Glaneuses à Chambaudoin
(1857). Este lienzo recrea una escena muy extraña, la de un grupo de
espigadoras corriendo con sus haces de trigo sobre la cabeza, antes de una
tormenta. Por un azar del destino, cuando las responsables del museo enseñan el
cuadro ante la cámara, en uno de los patios al aire libre de la institución,
las ráfagas tormentosas azotan la superficie de la tela, como si éstas hubiesen
salido desde el fondo de la obra y también acuciasen a las tres mujeres allí
congregadas. A diferencia del célebre lienzo de Jean-François Millet sobre el
mismo tema, donde las espigadoras se afanan concienzudamente en la labor de la
recolección, las jóvenes de Hédouin parecen emanciparse de su tarea, ayudándose
unas a otras e, incluso, riendo al ser rociadas por las primeras gotas de
lluvia. Así, frente a la representación moralista del esfuerzo individual y el
trabajo alienante, vemos la repentina solidaridad suscita- 26 da alrededor de
lo comunitario, cierta sensación de estar abandonando el reparto de los roles y
las jerarquías sociales asignadas.
Ese
tránsito —siempre problemático y nunca homogéneo— que va desde la instantánea
bucólica hasta la imagen de un conjunto de mujeres organizándose de otro modo,
ese trayecto entre la postal tranquilizadora y el documento que registra un
proceso de desorden es el lugar al que parece atender La Torre de David,
un proyecto en el que Bonadies y Olavarría también espigan las contradicciones
y las fisuras de una situación llena de opacidades, una propuesta que prefiere
atender desde dónde llega la tormenta y con qué fuerza golpeará a quienes
residen a la intemperie, en vez de inventariar cómo éstos posarán ante la
delicada mano del artista, delante del ojo, a veces cínico, de la cámara.
(1)
Consultar
http://www.pucsp.br/artecidade/indexp.htm Arte / Cidade desarrolló tres
certámenes articulados temáticamente: «Cidades em janelas» y «A cidade e seus
fluxos» (1994), «A cidade e suas histórias» (1997), y finalmente, «Zona Leste»
(2002).
(2)
http://www.pucsp.br/artecidade/novo/koolhaas.htm
(3)
Néstor García Canclini: Culturas híbridas.
Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Paidós, Barcelona 2001
(4)
Consultar http://www.subotzkystudio.com/ponte-city-dwt/
(5)
George Didi-Huberman: Images malgré tout,
Minuit, París 2003 [Imágenes pese a todo, Paidós, Barcelona 2004]
(6)
Consúltese http://latorrededavid.blogspot.com.es/
(7)
Maurice Blanchot: La communauté inavouable,
Minuit, París 1984 [La comunidad inconfesable, Arena, Madrid 2002]
(8)
Jean-Luc Nancy: La communauté désoeuvrée,
Christian Bourgois, París 1983 [La comunidad desobrada, Arena, Madrid 2001]
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